martes, 10 de noviembre de 2009


SIN EXPEDIENTE
El Diccionario de nuestra Lengua define la burocracia como la influencia excesiva de los empleados públicos en los negocios del Estado.
Hasta no hace tanto tiempo, en algunos lugares (siempre en otros) pasada una elección, los políticos, ya con investiduras de gobernantes, creaban –y crean- cargos innecesarios en la Administración pública, para satisfacer las demandas de trabajo “light” para los punteros que acarrearon votos ganadores.
Y la burocracia creció, se hizo grande y desprejuiciada.
La tecnología cambió el hábitat oficinesco del burócrata, pero no sus mañas. No obstante, una “fans” de la cibernética jura, sin sacar sus ojos de la pantalla de la “compu”, esperando la respuesta del “chat”, que una PC común y silvestre puede hacer el trabajo de diez empleados como ella. Pero la bravuconada informática no se condice con el dato, por todos conocidos, que nos ilustra sobre los municipios mendocinos, que han duplicado y hasta triplicado sus dotaciones de personal.
Sin embargo, ni las computadoras, ni la multitud de empleados en las oficinas públicas, han mejorado las cosas. Por el contrario, la burocracia y la liviandad de los que mandan, más el deterioro moral generalizado, fueron los medios que usó –y usa- la corrupción para introducirse en los negocios del Estado.
“No somos una máquina, nos podemos equivocar”, se  defiende por anticipado el Jefe de Compras de una Municipalidad. Y en ese “nos podemos equivocar” la corrupción mete cuanta irregularidad podamos imaginar: desde un sello mal puesto hasta la adjudicación (a un familiar o a un amigo) de una compra o una obra millonaria, aunque la propuesta haya estado lejos de ser la mejor.
El ciudadano común es crédulo por comodidad o exceso de optimismo y desconfiado por obligación. Comenzó a perder la credibilidad en la clase política, cuando el funcionario de turno ya había perdido la honestidad, la honorabilidad y hasta la amabilidad con los contribuyentes que le pagamos el sueldo y nos tapamos los oídos en la calle.
Fue necesario crear un sistema de control, además de los ya existentes. Pero no fue suficiente y hubo que designar o contratar gente para controlar a los funcionarios que supervisan a los que trajinan con eso tan pegajoso como los dineros públicos.
Los responsables de algunas dependencias estatales tomaron medidas de precaución extrema: para autorizar un pago de quince pesos –por ejemplo-, iniciaba un expediente, llamaba a concurso de precios, pedía un dictamen técnico y otro legal y la opinión de un asesor… para pagar un servicio local de taxi flet.
El expediente dio lugar a una clase de funcionario repelente a la vista y al oído: el correctísimo. El que exige una severísima corrección en el trámite burocrático, sin tener en cuenta si lo que se compra o se contrata sirve o no a los fines que debe cumplir o si es realmente necesaria su compra o contratación.
El expediente se ha convertido en el más apropiado elemento para disimular errores –involuntarios y de los otros- de los funcionarios “que no son máquinas y se pueden equivocar”. El expediente tiene poderes mágicos que legitiman lo dudoso, purifica lo contaminado, aclara lo turbio, devuelve  la tranquilidad a los cuestionados y hasta repone en funciones a ediles procesados y condenados por la Justicia.
Y nosotros, indiferentes, aplaudimos la hipocresía de los abrazos, los discursos floridos y los expedientes milagrosos, en lugar de solicitar (y exigir) una seria rendición de cuentas a cada uno de los funcionarios de nuestro municipio que llegó a la función pública por el voto  del pueblo. Haya o no haya expedientes que pretendan “blanquear” actos delictivos o dudosos.
Sería una forma de empezar a construir un país menos egoísta y más solidario, una Nación con habitantes menos envanecidos por sus riquezas virtuales y más virtuosos por sus acciones reales.
Construir, digo, una Argentina con argentinos menos soberbios…y más humildes de corazón.
Aunque nuestro anhelo aún esté…   

SIN EXPEDIENTE...

miércoles, 4 de noviembre de 2009

martes 27 de octubre de 2009


LA VIOLENCIA QUE SUPIMOS CONSEGUIR

Ilustrados a diario por el periodismo en forma por demás abundante y reiterativa, nos estamos acostumbrando a convivir con el crimen y la violencia como males obligados del proceso civilizador.
Por eso, y sólo por eso, creemos conocer el diagnóstico del mal y mil recetas para devolverle la tranquilidad a la población... pero nadie sabe aplicar aunque sólo sea una de esas recetas. Somos demasiado soberbios para reconocer la incapacidad y cuando alguien se lamenta por la inseguridad creciente, nos asociamos al quejoso, como una víctima más.
Hasta en cosas tan serias como ésta, en que está en peligro la vida, somos hipócritas. Recién cuando nos visita la muerte llevándose un familiar o un amigo, ultimado por la delincuencia, nos decidimos a salir a la calle a reclamar que nos devuelvan la seguridad perdida. Nos costará mucho reconocer que usted, vos, él, yo, nosotros, constituimos esta sociedad, hipócrita y conformista.
Mientras tanto creemos que haciendo un piquete, una marcha, un “escrache” o insultando y zamarreando a un ministro, vamos a cambiar el panorama que, a esta altura de las circunstancias se presenta desalentador.
Nada cambiará si no empezamos a cambiar nosotros, los habitantes comunes, los componentes anónimos de la especie humana, hoy en peligro. Porque los responsables de la Seguridad de la provincia, del país, dicen saber qué hay que hacer, pero no saben cómo hacerlo. Y no quieren reconocerlo.
Los periodistas están muy ocupados con el show del crimen, reiterando hasta el hartazgo las noticias que dan cuenta de los homicidios y las violaciones de cada día.
Los que aún no saben qué se siente ante la proximidad de la muerte, siguen insensibles al dolor y la angustia de los semejantes que ya la han padecido.
Desde hace dos o tres décadas contemplamos impasibles la progresiva degradación de la conducta humana. Degradación que nos tiene como espectadores y actores. Es esta degradación la que hace que cada vez les cueste más a los jóvenes encontrarle un sentido a su existencia. Por eso desprecian su propia vida y la de sus semejantes.
Porque es lógico que quien no sabe valorar su vida, no puede apreciar la vida ajena. Por eso matan... por eso no les importa si los matan.
El dato, antipático pero cierto, nos avisa de una decidida autoaniquilación de la Especie Humana que, al retroalimentarse en el exhibicionismo morboso del crimen, incentivado por los medios periodísticos, no nos permite ser optimistas.
De todo lo que se lee, se ve y se escucha, queda una preocupante rebeldía y una amarga impotencia.
¿Cómo es posible que lo peor de la especie humana, lo más despreciable y vil, tenga arrinconado y sumido en el terror al resto de la población?
La rebeldía se traduce en inútiles palabras de enojo. Y al aceptar este estado de cosas y quedarnos de brazos cruzados, nos hacemos cómplice del delito, por lo tanto somos parte de eso que es “lo peor de la especie humana”. Esto es fuerte y mucha gente se va a sentir molesta, pero... ¡Ya basta de eufemismos para seguir abonando la hipocresía de los indiferentes!
O ESTAMOS CONTRA EL DELITO, O ESTAMOS CON EL DELITO.
Al plantearnos así la situación, damos un primer paso. Surgen algunas ideas y empezamos a descubrir que hay mucha gente buena que quiere hacer algo más que enojarse, enrejar la casa y rodearse de perros para que no les roben a ellos.



Muchas personas de diferente formación intelectual y variado nivel socio-económico coinciden en que la falta de confianza en el semejante ha llevado al hombre a no valorar la convivencia y aislarse. Otros sostienen que se ha distorsionado o menoscabado el rol de la escuela en la formación integral del niño. Una apabullante cantidad sostiene que la televisión ha trastocado todos los esquemas afectivos de relación del niño y del joven.
Pero en lo que están TODOS de acuerdo es en que el abandono de las sanas costumbres de la familia es la causa principal de la degradación de la conducta del hombre.
Esta situación sólo se puede revertir con la intervención de TODOS LOS SECTORES DE LA SOCIEDAD. ¡TODOS!
El haber dejado de lado la práctica de sanas costumbres de convivencia (tal vez por desarraigo, por fatalidad, o simplemente para no ser catalogados de “cursis”, “retrógrados” ó “sensibleros”) nos ha llevado a olvidarlas o perderlas: no conocemos a nuestros vecinos, somos extraños en la cuadra, en la calle evitamos conversar con desconocidos y vivimos como “zombies” desconfiados, tras las rejas de nuestras propias casas.
Mediante la vuelta a esas costumbres heredadas de nuestros antepasados, se puede recuperar la vigencia de los Valores esenciales de la Humanidad. La prioridad, entonces, es rescatar y preservar la integridad de la familia como garantía de educación de los niños y los jóvenes. En estos días, la familia como institución, se encuentra degradada, entre otros motivos por:
• La escasa, casi nula, presencia de los padres en el hogar, ya sea por trabajo u otras razones.
• La televisión, que ha reemplazado a los padres y permanece encendida casi las 24 horas, sin que los padres se enteren qué están viendo los niños.
• La desaparición de las reuniones de la familia los fines de semana, o para los cumpleaños y las fiestas navideñas.
• La falta de diálogo entre padre e hijos.
• El deterioro de la autoridad paterna y materna, por razones endógenas o exógenas a la misma familia.
• La proliferación de jardines maternales y hogares para ancianos (geriátricos o asilos) nos indica que el tiempo que el individuo vive con su familia se haya reducido a unos pocos años.

La violencia intangible, o encubierta, es más difícil de detectar y las víctimas, por lo general, son mujeres, niños o adolescentes. Se descubre con la anorexia, la bulimia, el suicidio infanto-adolescente, menores en conflicto con la ley, adicciones, prostitución infantil, embarazo adolescente. El denominador común que identifica a los afectados por alguno o más de estos males, es que TODOS SE SIENTEN PRESIONADOS. Creen que si no cumplen con determinados requisitos, serán rechazados porque no podrán satisfacer las expectativas de los demás. ¡Las expectativas de los demás! ¿Quiénes son “los demás” que los presionan?
El entorno socio-cultural-familiar, cuando independientemente del nivel económico, sus componentes se identifican con los “Valores del Mercado”:
• La competencia, en todos los ámbitos.
• El individualismo (observemos el éxito de las máquinas tragamonedas en los casinos: el jugador solo, frente a la máquina).
• La superficialidad.
• La falta total de solidaridad.
Estos “Valores del Mercado” sólo nos dan un panorama sesgado de la realidad: la que clasifica a las personas en dos categorías: GANADORES ó PERDEDORES.
Los niños y los jóvenes los asimilan y lo incorporan a su vida de la misma manera como asimilan e incorporan otros mensajes que les enviamos y en los que les decimos que lo que vale es OBTENER PODER, A CUALQUIER PRECIO.
Estas ideas-fuerza que durante años, décadas, se les ha venido metiendo en la cabeza a nuestros niños y jóvenes, no vamos a cambiárselas en un año o dos. El “trabajo” que poderosísimos intereses comerciales llevaron a cabo con el objetivo de confundirlos y desorientarlos, se cumplió al pié de la letra para que los Operadores de los “Valores” de ese mercado, sólo tuvieran que “arrearlos”, en dirección a aquellos intereses.
Es una verdad conocida que la Tecnología potencia el desequilibrio entre los logros materiales y el crecimiento espiritual de las personas aunque los Grandes Medios de Di fusión nada dicen al respecto.

Lo aquí expuesto referido a experiencias de la realidad que nos toca vivir, potencia la voluntad de iniciar un intercambio de ideas y opiniones tendientes erradicar la violencia que en la actualidad domina los actos de las personas. Para el cumplimiento de este Objetivo es necesario empezar por el retorno a las Buenas Costumbres familiares, como alternativa única para intentar la recuperación de los Valores de la Humanidad.
Se hace conveniente elaborar y difundir un Proyecto Socio-cultural de profunda actualidad cuyo desarrollo, desde su inicio sería pieza primordial para la lucha contra la VIOLENCIA SOCIAL.


Saturnino Ortiz